martes, 12 de julio de 2011

El “Chulla” Latinoamericano

Por Luis R. Decamps R. (*)

    Jorge Icaza Coronel (actor, cuentista, novelista y dramaturgo ecuatoriano, 1906-1978) fue considerado en su momento, junto con el boliviano Alcides Arguedas y el peruano Ciro Alegría, como “uno de los tres dioses tutelares” de la “narrativa indigenista” del siglo XX en América Latina.
    Icaza, empero, aunque virtualmente hizo escuela en la ficción mayor con la publicación en 1934 de “Huasipungo” (novela desgarrante y conmovedora que, a la grupa de un estilo punzante como un estilete y depurado como un diamante
, asombró a los del patio y a los de afuera), también incursionó en temas criollistas y urbanos. Sus creaciones posteriores (“En las calles”, 1935; “Cholos”, 1938; “Media vida deslumbrados”, 1942; “Huairapamuschcas”, 1948) no sólo marcaron tal andadura sino que, simultáneamente, se convirtieron en obras de verdadera consagración.

    “El chulla Romero y Flores”, novela publicada en 1958, es -el arresto de cursilería preciosista es adrede- un pico reluciente de la fascinante y encrespada cordillera de los “partos literarios” de Icaza. Y no lo es simplemente en sentido referencial: de igual suerte lo es porque en esta novela Icaza persevera, con alma de radiógrafo social, en su cortante peregrinación realista, en su estilo urticante y en su ronroneo al mismo tiempo bucólico y desenfrenado.

    El “chulla”, para el Ecuador de Icaza, es el espécimen común y corriente de la clase media latinoamericana (aunque no parezca tan falto de talentos ni tan continental en sus razonamientos y proyecciones fácticas), esto es, el tristemente célebre “pequeño burgués” sin prosapia que protagoniza nuestra historia cotidiana (y también, en muchos sentidos, la otra) y que ha sido caldo de cultivo para los suspicaces arrebatos de raciocinio de sociólogos, sicólogos y politólogos.

     Por supuesto, el verdadero prisma de Icaza no puede ser el del “científico” de la sociedad ni mucho menos el del estudioso de la política (el disfraz enmascara, pero no liquida lo esencial). En realidad, su enfoque es puramente literario (y, por lo tanto, de “buceador en el mar de la humanidad interior”), y en esa virtud alcanza con su mirada y su buril invisible tanto los perfiles accesibles a las ciencias sociales como aquellos entornos y contornos brumosos que sólo son evidentes para los exploradores de las muchas veces foscas interioridades del alma humana. No sabemos si Icaza atesoraba esta última calidad (¿qué importa, después de todo?), pero sí parece obvio que su percepción de las circunstancias que lo circundan desborda los marcos de toda teorización mentalista y, aunque parezca discordante, de toda ordalía onírica y mesiánica.

    “El chulla Romeo y Flores” es la tragedia de un ideal que, a la par, es una ambición y una obsesión. Ideal vociferante de progreso tras el holocausto cotidiano de una América del Sur pueblerina, abracadabrante y lastimera. Ambición ofuscada y alucinante de ascenso existencial que es a veces justa y a veces inicua. Todos los días, desde el alba hasta el ocaso, la vida se le enreda al “chulla” entre las manos como un personal “hilo de Ariadna”, y debe buscarle esforzadamente la punta para no quedar prisionero de su raigambre y su miseria material y emocional.

    Es cierto que en la obra (y asimismo en la realidad) el “chulla” Romero y Flores (como acontece con la mayoría de los “chullas” de Latinoamérica) acaba desmoronándose como ideal y como ambición (destino fatal que se burla de fantasías y previsiones más allá de todo anhelo y toda pasión), pero es igualmente notorio que retoña como coincidencia, como lúcido discernimiento de los hechos reales y, al mismo tiempo, como pálpito inmarcesible de honda solidaridad humana.

    El “chulla”, mitad Arlequín y mitad don Quijote en un escenario geográfico y político  de dolorosas ilusiones de “progreso” y letales desengaños, es la encarnación viva y quejumbrosa de una esperanza que muere siéndolo y que se consuma muriendo. (El de la obra que comentamos es el primer caso, pero el  de la novela de la vida puede ser el último). Y las exequias de esa esperanza, contra toda lógica y toda intuición, operan como catarsis sobre el individuo abatido por la existencia cotidiana. Porque lo otro, sin dudas, seria la nada, la simple nada, ¡la terrible nada!

    En América Latina pululan los “chullas”, perogrullada aparte. Su trágica experiencia es la de los escarceos existenciales de un pueblo cunero y de medianías que insurgió a la civilización como esclavo de un pasado borrascoso y, casi indolentemente, terminó convirtiéndose en materia prima para una mecánica voraz de la historia. Pero es un pueblo relativamente uniforme, inmenso en su preterida aspiración de justicia, y que se nos presenta de lunes a domingo, en avenidas o serranías, como una única y paciente figura de paquidermo laborioso pero demasiado manso: es el pueblo subdesarrollado. De ahí que, ciertamente, en la novela de Icaza sobre toda referencia nacional.

    Pero, valga la insistencia, la cotidianidad del “chulla” Romero y Flores puede ser tragedia o puede ser comedia, e incluso hasta podría devenir, por momentos, fuerza impulsora del mañana nebuloso. Atrapado entre la honestidad y la necesidad (dilema brutal que nos encara en vida y en sueño con los dioses del Olimpo y los prosélitos de Lucifer), el “chulla” Romero y Flores decide dar un brinco hacia la realidad: y cae de pie, pero mata a su ser más querido. Era un verdadero salto mortal, imperioso y sin apelación después de haber saboreado ácidamente la hipocresía inherente a toda política. ¿Cuántos latinoamericanos han podido evadir este trance vital de amor, desamor, sueños y desencuentros frente a una cotidianidad que es, al mismo tiempo, espanto y fascinación?

    Y he ahí, sin embargo, el preciso “momentum” donde se origina el milagro en ciernes: viene como un extraño parpadeo de luciérnaga que parece brotar de las entrañas de la muerte. Más aún: aflora calladamente, con la mansedumbre de un rayito de luna que avanza por las rendijas de la madera podrida. Y en medio del dolor universal, cuando el cosmos parece derrumbarse sobre su cuerpo y su alma, el “chulla” Romero y Flores empieza a sentir nuevamente que se abre su horizonte vital más allá de la angustia y el abatimiento. La esperanza, la tierna esperanza, ¡la dulce y reconfortante esperanza!

     En efecto, como límpida pincelada de humanidad solidaria y detrás de las penumbras providenciales -que litigan en sus entrañas con ferocidad sin igual-, avanza en su pecho y en sus sienes una lumbre que le despeja el porvenir. El “chulla”, pues, no entregará la vida: seguirá viviendo mientras muere todos los días, o tal vez mientras ríe o hace el amor, aún con la sombra de la muerte a cuestas. Es su destino, su destino de rebeldía y combate, más allá de los relámpagos que irrumpen en los entresijos de su conciencia y de toda expectativa de transformación actual o potencial. 

    No hay duda: en Latinoamérica, de algún modo, casi todos somos “chullas”…

    (*) El autor es abogado y profesor universitario

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